El amor como motor humano constituye un eje inexorable en nuestra educación, especialmente en una sociedad exenta de madurez interior. De hecho, los grandes educadores son sublimemente amorosos. No me refiero a una conducta empalagosa y sentimentalista, sino a un comportamiento afectuosamente consciente.
En términos populares, relacionamos el amar con la querencia, el pasteleo, la pasión, el apego, la filia o la posesión. Desde la neuroeducación, amar podría interpretarse como un proceso de autocuidado psicosomático. Partiendo de una educación más consciente, amar es lo opuesto al ego, por lo que, para educar en el amor, inevitablemente, hemos de educar la atención contemplativa sobre cada movimiento de nuestra mente tramposa. Será este último enfoque el abordado en el ensayo.
Los docentes amorosos ponen de manifiesto, en su práctica diaria, lo que implica serlo. Esto acarrea una decisión firme y consciente de relacionarse con la comunidad educativa de un modo especial. Imprimen su quehacer de fuerza emocional, coraje, templanza, humildad, conciencia, autoconocimiento, curiosidad, perseverancia, escucha, esperanza, gratitud, honestidad, coherencia, contemplación, lentitud, paciencia, amabilidad, serenidad, colaboración, valentía, sentido del humor, ecuanimidad y calidez anímica. En definitiva, el educador como un crisol de conductas generadoras de amor que contrarrestan la gelidez del mundo que habitamos.