La perseverancia y el esfuerzo son elementos esenciales en una educación para la vida. Sin embargo, sólo cobran valor si nacen de nuestras más intrínsecas motivaciones. La constancia como acto mecánico desprovisto de sueños y esperanza, nos convierten en seres robóticos al servicio de patrones externos que en numerosas ocasiones nos aniquilan. A continuación comparto un relato de una belleza extraordinaria:
Érase una vez un joven muchacho que quería ser el mejor arquero del mundo.
Se dirigió un día al que se consideraba el mejor maestro arquero de su país, y le expresó su deseo:
-Maestro, quisiera ser el mejor arquero del mundo, ¿qué podría hacer? -preguntó el joven-.
-Si quieres ser el mejor arquero del mundo, debes alcanzar con una de tus flechas a la Luna. Hasta ahora nadie lo ha conseguido. Tú serías el primero si lo lograras, y al hacerlo, nadie cuestionaría que eres el mejor -respondió el maestro-.
De este modo, el arquero decidió seguir el consejo que le había sido dado. Preparó su arco y sus flechas, y cada noche disparaba a la Luna que salía tras el horizonte del mar. Cada noche, perseverante, sin faltar ninguna vez a su cita, fuera la Luna llena, menguante, creciente, incluso cuando era nueva y apenas se adivinaba su leve luz.
Los vecinos y amigos se burlaban de él. «El loco de la Luna», le llamaban. Pero él, ignorando los insultos, provocaciones y ofensas, seguía cada noche en su empeño.
El caso es que nadie sabe si en alguna ocasión alcanzó la Luna, pero su empeño y los millones de disparos de flechas que realizó en su intento por alcanzarla tuvieron un premio secundario: se convirtió, sin duda, en el mejor arquero del mundo. Era imbatible, de noche, y por supuesto, a plena luz del día.
(Basado en un cuento de Alejandro Jodorowsky)
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