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Foto del escritortrinidadlaradaganz

Los hijos: nuestros grandes maestros.

Hacemos alarde de maestría cuando creemos que, somos los padres quienes educamos. Intencionadamente, así es. Esta es la interpretación más obvia, aunque, no por ello, la realidad. Se da una bidireccionalidad en el proceso comunicativo. ¿Estoy queriendo decir que los hijos educan? Exactamente. Educan sin que notemos que lo hacen.

Con el paso del tiempo, las experiencias con nuestros pequeños nos ponen en tesituras comprometidas. Situaciones en las que no es suficiente todo el bagaje automático que desplegamos para intentar enseñarles. Momentos que requieren de nuestra humildad para reconocer que, así no.

Los que aspiramos a transmitirles consciencia, respeto y pensamiento crítico, llega la vida y se encarga de dar un revolcón a nuestro ego, o más bien, muchos.

Los hijos son nuestro mejor espejo. Reflejan cada día nuestras luces y sombras. Si un padre o una madre ha sido excesivamente responsable, llega uno de sus vástagos a sacarle de quicio con sus atrevimientos. Educar a lo grande, no es amoldar sus individualidades a las nuestras. Educar en mayúscula, se asemeja más a ir hallando el costoso equilibrio entre sus esencias y las nuestras. A veces, para que tal armonía suceda, los progenitores han de ver que, esos desafíos de sus pequeños están dándoles la oportunidad de alumbrar alguna sombra de sus psiques. Puede que tales temeridades infantiles estén dando pistas a los padres de algún miedo, aún por enfrentar. O simplemente la vida nos está gritando que aceptemos y dejemos de proyectar. Si una madre es comunicativa, la vida le brinda una hija parca en palabras porque, quizás, esa madre tenga aún que aprender que callar, en ocasiones, es la mejor elección. Y así podemos poner multitud de ejemplos. He ahí el incalculable regalo del hijo a sus progenitores. La misma dinámica acontece en las relaciones educador y educandos.

La vida teje de manera perfecta los nudos que hemos de desatar, por difíciles que resulten. Ser capaces de discriminar aquellos momentos en los que rendirnos a la sabiduría infantil de los que no, nutre nuestro autoconocimiento, y en consecuencia, nos ubica en un lugar más saludable dentro de nuestra labor educativa. ¡GRACIAS, HIJO!



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